lunes, 2 de julio de 2007


LA NUEVA ESPAÑA
GIJÓN
02/07/07
La muerte no es el final
miquel silvestre
En Ifni se abrió el libro de la historia de nuestros paracaidistas con la muerte de un alférez provisional. Esa guerra de 1957, la última española, bautizó de sangre un cuerpo militar recién creado con desechos de la Legión: la Brigada Paracaidista. Yo serví allí como artillero, cuando ser ciudadano español no sólo significaba tarjeta de crédito a costa de los Presupuestos, sino que había que pagar con un año de vida la pertenencia a una nación, ese concepto discutido para todo un Presidente, pero que a mí me costó trescientos sesenta y cinco indiscutibles días de mi juventud. Jamás tuve 22 años, me los robó un alistamiento obligatorio. Un alistamiento obligatorio que hendía sus raíces en la Revolución Francesa, en la idea de soberanía popular y en el democrático principio de que todo el pueblo está llamado a la defensa de lo que es suyo. Aunque, claro, en España, que siempre ha sido diferente, estas cosas se arreglaban pagando para que fuera otro en tu lugar; lo que el Código Civil todavía cita como redención de la suerte de soldado, gasto colacionable de la legítima. El Ejército profesional es una descomunal redención colectiva. A Cuba y Filipinas fueron los más pobres, los mismos pobres que hoy revientan bajo nuestra bandera en Líbano o Afganistán. Con mi generación desaparecerán muchas cosas, incluido ese género literario de transmisión oral llamado «Historias de la puta mili». Me alegro. Aquello era un secuestro legal. Yo no quise ir, sólo quería retozar con mi novia, dejarme cresta y bailar un pogo interminable. No me dejaron. Me arrastraron al infierno de Alcantarilla y luego a Alcalá de Henares, me jodieron, me arrestaron, me obligaron a marchar, a desfilar, a ir de maniobras, a pasar frío, a sufrir mientras el resto del Ejército de reemplazo se desmoronaba entre la pereza de los militares y el desprecio de los políticos. Pero ya no hay mili. Yo fui de los últimos que pilló. A cambio de un año en la Bripac me dieron ese título que tan pomposamente ha leído el ministro Alonso: caballero legionario paracaidista, CLP, en mi caso, como fui obligado, llevo el añadido de «honorífico». Nunca le di demasiada importancia a esa boina negra ni a ese titulito vacío, pero hoy siento que ese honor añadido a mi «blanca» (la licencia) tiene sentido al ver el rostro decidido de esos niños que juegan a ser marciales hoplitas en un maldito desierto que ni nos va ni nos viene.Nuestros militares de la boina negra y el rokiski cosido en la pechera están en Líbano para servir de tiro al blanco. Los ha llevado de adorno desarmado el infantil delirio de un Adán político; sin misión clara, son involuntarios propagandistas de una alianza de civilizaciones que devuelve bombas a cambio de halagos. Dicen que no hay inhibidores suficientes para las tropas, pero en Madrid no funcionan los mandos a distancia de tantos coches protegidos como hay. Ah, claro, se me olvidaba que son para los políticos. Yo no quise ir. Nunca me gustó desfilar, no creía en himnos ni sentía el orgullo castrense, pero sí sé que cada tarde, cuando sonaba el toque de oración por los caídos, me levantaba por convicción propia, y en posición de firmes saludaba a la bandera por tanto desgraciado como había dejado nuestra gloriosa historia de guerras y matanzas. Muchas veces lloré oyendo aquella corneta. Lloraba por ellos y por mí. Viéndome allí, en el campo de maniobras del Teleno, sucio y fatigado, me sentía uno más en la atroz cadena de críos sacrificados por no se sabe qué delirios. Ayer fue la idea de un imperio, hoy la paz universal, pero siempre encuentran otros los motivos por los que un chaval de uniforme debe morir. Hoy vuelvo a escuchar ese toque de oración y por primera vez en mi vida siento el orgullo y el honor de ser un CLP.

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